lunes, 21 de enero de 2013

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Aldo Pellegrini: el rayo que no cesa. Por. Jorge Ariel Madrazo





La flamante aparición, en Buenos Aires, de la Poesía Completa de Aldo Pellegrini (La Valija de Fuego, Editorial Argonauta, abril de 2002) tienta a evocar la figura de este insobornable luchador y padre del surrealismo en la Argentina. Más aún: fundador, en 1926 y en esta ciudad, del primer grupo surrealista de habla española, que entre 1928 y 1930 iba a dar a luz los dos números de la legendaria revista Qué.

Más tarde, en 1951, hace hoy poco más de medio siglo, un puñado de artistas piloteados por este intransigente pionero en pro del acercamiento entre poesía y vida decidía nuclearse bajo el rótulo de "Artistas Modernos de la Argentina". Aquel nucleamiento habría de alcanzar notable significación para el devenir en los terrenos pictórico y poético, proyectándose inclusive más allá de las fronteras del país. En él se enrolaron, entre otros, Alfredo Hlito, Tomás Maldonado (hermano del también relevante poeta Edgar Bayley y renombrado artista y teórico él mismo), Enrique Iommi y Sarah Grilo.

Tal actividad no impidió a Pellegrini -antes bien: le infundió renovada energía- dirigir simultáneamente la colección "Los Poetas" para una conocida editorial, o desplegar otras múltiples facetas de una labor creativa signada por la ética y la pasión.

Baste un rápido racconto para advertir la vigencia de tal labor, más trascendente aún en épocas de intemperie social-cultural como la que impera en todo el planeta desde harto tiempo atrás.

1928: Irrumpía en Buenos Aires, con fuerza arrolladora, el número inaugural de la antes citada revista Qué. Pellegrini era ya un ardoroso poeta y temible polemista; más tarde continuaría siendo el virulento portavoz, y teórico, de las vanguardias que entre los ‘40 y ‘70 se enfrentaron al conformista "ambiente" literario argentino. No temió sobresalir como el audaz iconoclasta que combatió por igual a los defensores del fetiche-dinero, de la corrupción generalizada y de una seudo-institucionalidad colmada de vicios, tanto como a "los snobs de la rebelión ornamental y la crápula intelectual". Fue, asimismo, uno de los escasos miembros de jurados de arte capaz de batirse contra los hierarcas de instituciones culturales extranjeras obstinados en negar a los más renovadores plásticos sudamericanos. Y, por si ello fuera poco, el autor de una antología de poesía surrealista juzgada como "la más completa hasta la fecha en cualquier idioma" por el máximo pope de ese movimiento: André Breton.

Suenan hoy más que oportunas las palabras que otro escritor y compatriota suyo, José Viñals, prodigó a Pellegrini durante un acto en la galería Imagen de Buenos Aires, poco después de la muerte de Aldo el lunes 30 de abril de 1973: "Maestro absurdo, maestro contradictorio, maestro de malos modales. Si obedecemos a su pensamiento lo traicionamos, porque a él le repugnaba la obediencia. Nos calentaba la cabeza y el espíritu con sus insurrecciones, pero si tomábamos partido por sus insurrecciones lo traicionábamos, porque ésas eran sus insurreciones, no las nuestras...".

O bien puede recuperárselo en aquellas reuniones en el habitat de otro inolvidable, Oliverio Girondo. La casa al 1400 de la calle Suipacha donde, al abrir la pequeña puerta negra, se alzaba ante el visitante el célebre Espantapájaros de dos metros de alto, levita negra y pantalón rayado; y también "faroles de barco, vías férreas que cruzaban la sala, piedras totémicas, inmensos roperos de caoba, arañas de Murano, piezas diaguitas, un ombú en un ángulo del comedor y el ídolo polinésico, de madera negra como la puerta, presidiendo todo desde lo alto, sentado en cuclillas, dios del olvido...", según la asombrada descripción de Enrique Molina. Allí tenían lugar las citas destinadas a pergeñar la revista Letra y Línea, fundada y dirigida igualmente por Pellegrini en 1954 y donde dio cabida a artistas tan anticonvencionales y disímiles como el músico argentino Juan Carlos Paz, el propio Girondo, Mario Trejo, Juan Carlos Onetti, Henry Miller.

Pero antes había dado vida, asimismo, junto con Enrique Pichón Riviere, a Ciclo (1948) y había sido un pilar de A partir de Cero, esta última bajo la batuta de Molina y aparecida en 1952. Molina y Francisco Madariaga, Bayley, Trejo, Olga Orozco, Norah Lange, Carlos Latorre, Juan Antonio Vasco, Antonio Porchia, Juan Filloy, fueron algunos célebres contertulios, provenientes de los más dispares sesgos estéticos y cosmovisiones, de aquel Pellegrini explosivo e iconoclasta; poeta, ensayista, antólogo y crítico de arte sin más compromiso que sus convicciones, testigo militante de su época y traductor que devolvió su sentido a los Manifiestos del Surrealismo, como lo hizo con Lautréamont, Artaud y Trakl.


subtítulo: Contra snobs y sabihondos

Había nacido en Rosario, Santa Fe, el 20 de diciembre de 1903, para graduarse de médico un cuarto de siglo más tarde. Nadie recuerda hoy que, en el ‘41, la pasión y lucidez de quien era combatiente en todo terreno habían gatillado un libro sobre medicina, Los mecanismos de la curación, en el que no ahorró hachazos a la práctica médica; un mèttier que en otro momento lo llevó a dirigir la Cruz Azul, en Buenos Aires.

Poco antes de partir hacia esa otra dimensión donde, como él mismo dijo, los poetas no mueren sino que permanecen "encantados", Francisco Madariaga evocó, ante quien firma estas líneas, un episodio sintomático: "Estábamos en lo de Girondo, quien había decidido homenajear con una fastuosa paella al mimo francés Marcel Marceau, de visita en el país. Yo olvidé que no puedo comer mariscos; después de hacerlo, dije a Pellegrini: ‘En un rato voy a sentirme muy mal y a hincharme como un sapo’. Apenas ocurrió, Aldo me llevó volando a la Cruz Azul, pero se puso furioso al comprobar que no tenían el remedio que yo precisaba. Hasta empezó a golpear las paredes. Por poco destroza todo...". Madariaga también se divierte al reconstruir la épica distribución de "Letra y Línea" a bordo del auto de Pellegrini, "al que habíamos bautizado O-Clop por el ruido que metía en cada cuneta..."

Nada casual fue la permanente disposición de Pellegrini, estrechamente ligado a figuras como Marcel Duchamp o Michel Tapié, para batallar en favor de las vanguardias. Inclusive, de aquellas en apariencia más distantes de su postura; ejemplo de ello fueron, hacia 1945, los artistas enrolados en el arte concreto y la abstracción geométrica, grupo del que se erigió en vocero y teórico más destacado. Esa misma actitud de lucha y servicio lo empujaría también a crear, en 1955, la "Asociación Arte Nuevo"; a prodigarse en cursos, conferencias, muestras y publicaciones; a motorizar una admirable voluntad de transgresión, desafío y desobediencia al establishment y a la cultura académica, voluntad paradójicamente acrecentada con los años.

Los también excepcionales ensayos por él consagrados a Artaud, Lautréamont, Girondo, Xul Solar, reflejan idéntica pasión, rectitud y nobleza intelectual y personal. La tesis de todos ellos apuntaba a alertar contra cualquier apropiación de esos creadores por "los snobs, que sólo ven en su rebelión un producto de gran valor ornamental", y a prevenir contra "la adoración estúpida de algunos fanáticos que buscan héroes compensatorios de su inferioridad".

La dramaturga Griselda Gambaro recordó cómo, en la Bienal Americana de Arte de Córdoba, en 1966, en la que Pellegrini participaba como jurado en Pintura, "él peleó tanto por los artistas argentinos, especialmente por uno cuyas obras habían desagradado a Sam Hunter, por aquel entonces director del Museo Judío de Nueva York, y salió tan enardecido por la discusión, que se llevó por delante una puerta de vidrio. Se lástimo, hiriéndose una rodilla, y a las próximas reuniones del Jurado asistió en una silla de ruedas, vehemente, lúcido, de pie sobre una estatura que ninguna conveniencia personal alteró nunca".

El autor en 1961 de la Antología de la poesía surrealista de lengua francesa (Fabril Editora), de Antología de la poesía viva latinoamericana (Seix Barral, Barcelona, 1966), de Panorama de la pintura argentinaNuevas tendencias de la pintura o del luminoso Para contribuir a la confusión general (Nueva Visión, 1965), entre tantos otros trabajos, fue asimismo el fervoroso y hoy poco frecuentado poeta de El muro secreto (1949), La valija de fuego (1953), Construcción de la destrucción (1957) y Distribución del silencio (1966). Olvido que en buena medida salvó una muy cuidada edición, por Argonauta, de sus poemas inéditos aún en proceso al fallecer su autor en 1973: Escrito para nadie. Y ahora, por fortuna, esta Poesía Completa editada por el mismo sello al cerrarse el primer cuatrimestre de 2002, y que lleva el título de uno de sus máximos poemarios: Valija de fuego.

Igual que su Teatro de la inestable realidad, la poesía y el pensamiento actuantes de Aldo Pellegrini dan la medida de un hombre que despreció la mera literatura. A casi ochenta años de la aparición de Qué, está más vigente que nunca su insignia vital: "La poesía fue y será, ante todo, un comportamiento". Porque "la puerta de la poesía no tiene llave ni cerrojo: se defiende por su calidad de incandescencia. Sólo los inocentes, que tienen el hábito del fuego purificador y que tienen dedos ardientes, pueden abrir esa puerta y por ella penetran en la realidad. La poesía pretende cumplir la tarea de que este mundo no sea habitable para los imbéciles."

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