La pulga de acero de Leskov
Nikolái Semionovich Leskov
La pulga de acero
Impedimenta, Madrid, 2007
Nikolái
Semionovich Leskov (1831-1895) fue un autor atípico, que sin llegar a
ser un “raro”, estuvo condenado a mantener una dura pugna con la
crítica en pos del reconocimiento a lo largo del tiempo.
En este
sentido, su mayor “pecado” fue el mantenerse alejado de sus
contemporáneos, de la intelligentsia de su época y, justamente, esa
autosuficiencia lo llevó durante mucho tiempo a ser considerado como un
autor menor dentro de la literatura rusa contemporánea. Sólo Tolstói,
entre los escritores de su época supo advertir que Leskov escribía en
realidad para las generaciones futuras, de ahí que su recepción tuviera
que esperar mejor acogida hasta que autores como Thomas Mann o Walter
Benjamin lo descubrieran.
La temprana muerte de su padre fue un
hecho que marcaría decisivamente la vida de Leskov. Su herencia fue
pronto pasto de los acreedores, por lo que tuvo que abandonar sus
estudios, aunque, eso sí, de forma autodidacta no cesó su instrucción
leyendo sin descanso y profundizando -a diferencia de otros muchos
escritores de su época, que siempre tenían la vista puesta en París- en
la cultura de otros pueblos eslavos, siendo así que llegó a estudiar el
polaco, el ucraniano y el checo. Además, no tuvo más remedio que buscar
un trabajo, lo que le daría la oportunidad de viajar por todo el país y
de entrar en contacto con la gente a la que más atención terminaría
ofreciendo en su obra: los campesinos. Máximo Gorki lo considerará más
tarde “el autor más profundamente enraizado en el alma popular, y más
libre de influencias extranjeras de la historia de la literatura rusa”.
Leskov
fue, además, un escritor tardío y accidental. Y sólo un golpe de azar
–el que una de las cartas que en calidad de agente comercial le
escribía a su patrón llegara a alguien que reconoció en éstas cierto
valor literario- terminaría consagrándolo al periodismo, primero, y a
la literatura después. Sin embargo, su capacidad para molestar a
prácticamente todas las fuerzas vivas de la Rusia de su tiempo,
progresistas y reaccionarios, la Iglesia y la administración del Zar,
no sólo mitigó el impacto de su obra, acarreándole encendidas críticas,
sino que terminó echándole encima a la censura. Sin ir más lejos, la
publicación en 1878 de Pequeños detalles de la vida episcopal, texto de
corte satírico y anticlerical, le hizo perder sus cargos oficiales en
el estado zarista. Muchos periódicos le retiraron el favor y algunos de
sus libros llegaron a ser saqueados o quemados.
El afán
polemista, el uso de la sátira, su preocupación por las gentes
sencillas, su crítica a las instituciones zaristas, junto a su
experimentación estilística son elementos que se condensan en La pulga de acero (1881) considerado como uno de los mejores textos de Leskov.
Escrita
al modo de un cuento tradicional ruso –el mismo Antón Chéjov se
reconocería discípulo de Leskov-, la obra desarrolla un ingenioso
argumento, a medio camino entre el realismo y lo maravilloso. Cuando el
Zar Alejandro, acompañado de un hombre de su confianza, el cosaco del
Don, Platov, visita Inglaterra, los ingleses, con la intención de
impresionar a la comitiva rusa, le regalan al monarca un minúsculo
autómata (una “ninfusoria”), que solo puede ser contemplado a través de
un microscopio. Se trata de una diminuta pulga de acero, que cuando se
le da cuerda, se activa efectuando un baile. Ante la admiración del
zar, Platov se compromete a encontrar al artesano capaz de emular un
prodigio semejante. Será de este modo, cuando tras una azarosa búsqueda
por toda Rusia, entre en escena, otro de los protagonistas principales
de la obra, el artesano bizco (y zurdo) de Tula.
La pulga de acero
se encuentra atravesada de parte a parte por la comicidad y el ingenio
que en dosis desbordantes le supo inyectar el autor, para lo que se
apoyó además en un lenguaje insólito para su época, que además de hacer
verdaderamente problemática su traducción –de “atrevimiento” y “osadía”
define su empeño Sara Gutiérrez, la responsable de la traslación al
español de esta última edición-, desconcertó notablemente a sus
contemporáneos, poco dados a las florituras léxicas, descabelladas
asociaciones y juegos de palabras de los que se sirve intencionadamente
Leskov.
Pero, además, juega un papel central en la obra –tal y
como señala Care Santos en la introducción al libro- el “grado de
implicación moral” del autor, que se revela especialmente en la “mirada
cargada de ternura hacia las gentes más sencillas” en medio de la
“realidad terrible de atraso e incultura” que transita la Rusia de su
tiempo. Leskov supo crear a lo largo de su obra toda una galería de
tipos singulares cargados de pintoresquismo, que se desenvuelven en
situaciones verdaderamente surrealistas. Los diálogos, de este modo se
tornan imprevisibles, cuando no, huyendo de cualquier plano lógico,
directamente absurdos.
Estos elementos, junto al uso de la
sátira, la ironía y la parodia, la utilización de personajes reales
dentro de la trama o, en el caso que nos ocupa, la elaboración por
parte del autor de un prólogo para la primera edición en el que
afirmaba haber conocido realmente al artesano zurdo de Tula, provocaron
que durante mucho tiempo La pulga de acero fuera recibida de
forma muy diferente en función de las circunstancias. Así, mientras
algunos quisieron ver en el cuento una defensa de los valores
tradicionales de la Rusia zarista, otros advirtieron en él una profunda
crítica a un modelo arcaico que explotaba a los sectores más débiles de
la sociedad. La confusión llegó a tal grado que el texto fue defendido
y atacado indistintamente tanto por los preservadores del antiguo
régimen como por la crítica soviética. Ambigüedad que pone en ridículo
a aquellos que por motivos diversos quisieron ver en la obra un
“panfleto” (pro o anti zarista), y que en última instancia, supone la
mejor prueba del “éxito” de Leskov frente a quienes demandaban una toma
de posición más clara, en su afán de confundir la literatura con la
mera propaganda.
La pulga de acero se lee en un
santiamén, aunque no hay que confundir aquí su aparente sencillez con
simpleza. Como en todo buen libro, sus ecos siguen resonando en
nosotros mucho tiempo después de haber sido leído. Si a todo lo demás,
le sumamos la deliciosa edición de Impedimenta, que incluye
ilustraciones de Javier Herrero, está claro que nos encontramos ante un
libro que merece hacerse un hueco en nuestra biblioteca y en nuestra
memoria.
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